23/6/11

Sinsentido(s)

“Todo lo tóxico de mi país a mi me entra por la nariz, lavo autos, limpio zapatos, huelo pega y también huelo paco, robo billeteras pero soy buena gente, soy una sonrisa sin dientes”, Canción para un niño en la calle (Mercedes Sosa & Calle 13).

Estaba leyendo recién y una imagen del relato – más bien fue un aroma – me hizo notar algo que no me había llamado la atención hasta ese momento: en Auckland hay mar, pero no hay olor a mar. No se si es que yo estuve toda la semana resfriado (lo hubiese sentido, en menor medida), pero lo cierto es que pasé varios días sin percatarme de que esa fragancia, que tanto me gusta, no estaba en el ambiente por alguna razón. Mientras pensaba en el (no) olor a mar, se me dio por ponerme a buscar otros olores, otros aromas que – por su particularidad – me transportan a un lugar determinado. El hostel en el que me hospedé durante esos días en Auckland por ejemplo, a pesar de no ser un lugar sucio ni nada parecido, te recibía desde el momento en que cruzabas la corrediza puerta de entrada, con un olor singular que no me dejaba estar del todo cómodo. O la semidesierta Christchurch, todavía llena de escombros producto del terremoto, que también tiene un aroma específico que te advierte que estás ahí, es una mezcla de olor a polvo sumado a la ausencia casi total de gente, que produce una suerte de involuntario vacío.

Hace unos días salí a correr por el camino que bordea el lago Wakatipu, en Queenstown, una pequeña ciudad ubicada bien al sur en la Isla Sur de Nueva Zelanda. Mientras trotaba cuesta arriba y barranca abajo, en la boca sentía el olor del aire seco y frío de la montaña, que entraba y salía de mis pulmones. Es probable que en el ambiente hubiese otro aroma característico, posiblemente proveniente de los árboles que decoran ambos costados de la ruta, pero la agitación generada por el ejercicio físico no me dejaba diferenciar con claridad cada fragancia. La imposibilidad de reconocer nítidamente los olores también es, de alguna manera, una forma singular de sentir que nos remite a determinada situación.

Olor a pochoclo es sinónimo de cine, a pólvora de petardos para mi equivale a estar en la cancha, aunque también podría hacer alusión a cualquier jardín durante la última semana de diciembre, ya sea Navidad o Año Nuevo. Pero no es el olfato el único sentido capaz de retrotraernos a un sitio específico. Vista, gusto, audición o tacto, cualquiera de ellos tiene el poder de hacernos saber que – gracias a un recuerdo del pasado – estamos en algún lugar conocido. Cada uno de nosotros sería capaz de reconocer a través del sentido del gusto, y sin la necesidad de recurrir a los otros cuatro, que está sentado en la mesa de su casa. Queenstown, por ejemplo, es una ciudad que se te mete directamente en la retina: la escena que cada mañana al abrir las cortinas, representan el lago y la montaña (los dos protagonistas principales de la obra), te llena los ojos y te invita a almacenar cada imagen en la memoria, ocupando bastante espacio del disco rígido debido a que es recomendable guardarlas en alta calidad.

Sentido: 1. Que incluye o expresa un sentimiento.
2. Proceso fisiológico de recepción y reconocimiento de sensaciones y estímulos que se produce a través de la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto o la situación de su propio cuerpo.
3. Modo particular de entender algo, o juicio que se hace de ello.
4. Razón de ser, finalidad.
5. Cada una de las distintas acepciones de las palabras.

Empecé hablando de los sentidos, en relación a la segunda acepción de la palabra. Pero luego de hurgar en el diccionario, algunos de los otros significados lograron seducirme. Cuando uno viaja suele sufrir un cambio inconciente en la capacidad natural de sentir. Al alejarse de los lugares comunes de lo cotidiano, nos volvemos más receptivos, lo que hace que todo lo que incluya o exprese algún sentimiento esté potencialmente más próximo a dejar su marca. Pero cada uno de nosotros tiene un modo particular de entender la realidad. Por ende, lo que para mi es fundamental, para otro puede resultar un absoluto sinsentido. Paradójicamente, aunque todo tenga una razón de ser, no siempre será la única.

Hace aproximadamente un año, me sentaba delante de la computadora con el deseo de ponerle palabras a la belleza de una ciudad que me había cautivado. Ahora escribo este artículo con la finalidad de compartir, por medio del relato, algunos de los sentimientos recopilados durante estas semanas de viaje. Con aromas e imágenes como condimento del texto escrito. Porque todo (nos) entra a través de los sentidos. Aprender a diferenciar cada fragancia, implica un ejercicio que es tan natural como gratificante. Cerrar los ojos y dejarse embriagar con el perfume del entorno, siempre será bien recompensado. Y teniendo claro que muchas veces no se trata de cuánto ni cómo ni dónde, sino que lo que realmente importa es con quién. El sólo hecho de compartir un momento con alguien que vale la pena, puede ser la causa que lo haga rebosar de sentido.

8/6/11

Fuera de contexto

“Contextualizar los problemas que cada uno tiene”, siete palabras que fueron el disparador de lo que viene a continuación. Sentado en el asiento 20A del vuelo que une Buenos Aires y Auckland, y mientras ceno, la idea se me viene a la cabeza y me apuro a anotarla en el primer papel que encuentro a mano. La traducción inmediata del pensamiento inicial fue: cada uno vive su propia vida. Una afirmación que no deja mucho lugar para la discusión, por ser demasiado simple: por tanto que uno intente a veces ponerse en el lugar del otro, nos será imposible interpretar cualquier tipo de realidad de la misma manera que lo hace el prójimo. Cada uno de nosotros posee un tamiz diferente e irrepetible – forjado a través de la propia experiencia – que utiliza para decodificar cada suceso, cada evento. Los esquimales, para brindar un ejemplo, llegan a diferenciar entre 30 tonalidades de blanco. Mientras que, por otro lado, aquellos que padecen de daltonismo, ven la misma realidad que nosotros, sólo que pintada de otro color. Son apenas un par de ejemplos de cómo no todos vemos lo mismo, a pesar de que estemos mirando hacia el mismo lugar. Es entonces cuando uno podría bien hacerse la siguiente pregunta: ¿cómo son realmente las cosas?


Ahora escribo algunas líneas desde los 182 metros del café/bar que está en la SkyTower de Auckland, la estructura más alta hecha por el hombre de todo el hemisferio sur. Allá abajo, las luces de la ciudad se van encendiendo lentamente y la gente sale de las oficinas para empezar a disfrutar del fin de semana. Me cuesta pensar en un contexto más descontextualizado – valga la redundancia – que éste para analizar mi realidad, la que quedó allá, a 10.367 kilómetros, en la menospreciada Buenos Aires. Los viajes siempre me ayudan a sacar conclusiones, que no tienen porqué ser definitivas, pero que al fin y al cabo son conclusiones, lo cual ya es algo de por si positivo.

Mientras Kevin Johansen canta: “Me voy porque acá no se puede, me vuelvo porque allá tampoco…”. Mientras cada uno se encuentra inmerso en sus propios problemas, sean pequeños, grandes o irresolubles. Resulta que yo entro a un banco en Nueva Zelanda con la idea de abrir una cuenta y, un buen rato más tarde, salgo con el número de cuenta en un bolsillo de la campera y con la grata noticia de haber conocido a Frank, un empleado de origen hindú que llegó a este país hace ocho años, que tiene un hijo de tres años que nació acá y que se llama Suhan, que se pregunta si Messi es o no mejor que Diego y que me simplificó la existencia pocas horas después de haber pisado tierra maorí. ¿Cómo? Preocupándose por tratar de ayudarme en lo que yo necesitaba que me ayuden. ¿Por qué lo hizo? Porque cuando llegó al país se le hizo muy complicado adaptarse y dar sus
primeros pasos, y hoy está convencido de que lo mejor que puede hacer es devolverle una sonrisa y brindarle su ayuda desinteresada, a aquel que llega en una situación similar a la que él vivió. Durante estos primeros días, han sido varias las ocasiones en que me descubrí haciéndome la siguiente pregunta: ¿qué hago acá? Y he podido darme cuenta que lo más interesante no pasa por buscar una respuesta inmediata, sino por dejarse llevar e ir descubriéndolo sobre la marcha. Para poder así conocer gente como Frank, dispuesta a tomarse el tiempo que sea necesario para darte una mano.

Yo decidí hacer este viaje para poder sentirme fuera de contexto. Para conocer una cultura diferente (y por ende nueva para mi), en la búsqueda de lograr un crecimiento, más que todo desde el punto de vista humano. El primer comentario cuando le contaba a alguien que me iba era (usualmente): “ah, vos si que la pasas mal”.
A lo que probablemente mi respuesta más común haya sido una sonrisa que decía tácitamente: “y, la verdad que no me puedo quejar”. Sin embargo me he dado cuenta que sería falaz pensar que esta aventura sólo tiene como objetivo el disfrute. Estar sólo y a tantos kilómetros de casa implica, inevitablemente, momentos de sufrimiento (porque uno sufre cuando no puede tener lo que necesita), a los que se les puede dar – si uno sabe como – mucha utilidad. Canalizando esos sentimientos, podremos dimensionar con mayor precisión cuáles son los factores a los que debemos darle real importancia en nuestra vida y cuáles a los que no.

Contexto: Entorno físico o de situación, ya sea político, histórico, cultural o de cualquier otra índole, en el cual se considera un hecho.


Pasaron varios días y ya estoy lejos de Auckland. Hoy me siento a escribir las últimas líneas de este artículo en la cocina del hostel, en Christchurch, la ciudad que hace poco más de un año sufrió un terremoto de 6,3 grados de magnitud en la escala de Richter. Hace un rato, mientras caminaba alrededor del cerco gigante que rodea el centro, volví a pensar en el tema del contexto. ¿Cómo es vivir un terremoto? Se me hace simplemente imposible pensar en como sería que el lugar en el que vivo, de un día para el otro, se convierta en ruinas. Miro a mi alrededor y las paredes de la habitación están empapeladas con mapas de todas partes del mundo. Cada tanto entra alguien a prepararse un café o a servirse algo para comer, son muchos los países con representantes que alguna vez dijeron presente en este recinto. Y cada uno de ellos será capaz de contar su propia versión de los hechos.

Vivimos – frecuentemente – preocupados por los contratiempos que nos invaden en nuestra vida cotidiana. Solemos catalogarlos como problemas, pero basta con que alguien cercano nos cuente que le pasó tal o cual cosa, que represente una gravedad de mayor nivel, para que luego de la comparación lleguemos a concluir que no tenemos derecho a quejarnos de nada. Hace un par de días charlaba con un inglés con el que compartí habitación en Wellington y, al comentarle que venía para Christchurch, me dijo: “no hay nada para ver, está todo cerrado”. Ahora que he recorrido esta ciudad, difícilmente pueda estar más lejos de compartir ese pensamiento. Porque, como decía al comenzar, cada uno vive su vida como quiere o puede. Porque bien vale hacer el ejercicio de ponerse en el lugar del otro, pero siempre teniendo en claro que cada uno de nosotros es único, e irrepetible.