23/11/09

Disfrutar del sufrimiento

Fanatismo: Tenaz preocupación, apasionamiento del fanático.

De la definición de la palabra fanatismo podemos extraer, llamativamente, el término "preocupación". Un hincha de fútbol vive con real desvelo todo lo que atañe a su club. Y al hablar de preocupación, estoy directamente definiendo cómo es el sentimiento de un hincha. Cuando uno quiere apasionadamente, es imprescindible que exista paralelamente un dejo de preocupación, por desear que todo salga bien, lo que conlleva una inevitable dosis de sufrimiento. Desde este lugar, podemos acercarnos a entender de una forma más lógica el desahogo que significa un grito de gol, la felicidad que produce una victoria o la locura con la que se festeja un título.

Existe un día en la vida en el que nos hacemos hincha de un equipo. Si uno creció en una familia futbolera, es posible que los primeros contactos con el mundo de la redonda hayan llegado incluso antes que la primera palabra. Y si nació en Argentina, es muy probable que ya hayan elegido por uno de que club deberá ser hincha. Con el paso de los años, puede que salgamos de otro equipo o inclusive que elijamos otro deporte como favorito. Pero llega un determinado momento en la vida de nosotros, los futboleros, en el que nos recibimos de hinchas. Es difícil explicar bien cómo o cuándo sucede. Pero sucede. Uno deja de ser ese chico que tenía las puertas del placard llenas de pósters para tomar real conciencia de lo que significa ser hincha de fútbol, desde el momento en que su alegría o su tristeza se ven directamente influenciadas por el resultado de un partido. Es un proceso mayormente inconciente, pero que deja una marca indeleble. Tiene que ver con una etapa de madurez, en la que uno consolida un sentimiento de pertenencia muy profundo. Un hincha nunca cambiará de club y vivirá preso de un amor al que es muy complicado ponerle un límite. Los que nunca lo vivieron, están destinados a ser eternos ignorantes en materia de pasión futbolera.

Ser hincha de un equipo de fútbol supone un compromiso tácito que no demanda esfuerzo alguno. Nosotros, los seres humanos, no elegimos querer o no a alguien. Simplemente lo sentimos. Por esta razón, no podemos obligar a otro a sentir de determinada manera. Igualmente, es lógico y comprensible el comportamiento de un padre que hace todo lo posible para que su hijo se haga hincha de su mismo club. Pero que esto suceda, depende en cierta medida del hijo y en gran parte del destino. Lo que puede hacer el padre, en todo caso, es hacerse amigo del destino. En el caprichoso momento en que uno descubre su fanatismo, tiene mucho que ver el fútbol mismo. El universo que representa un solo partido puede ser determinante en una elección que es para toda la vida. El padre puede fomentar ese sentimiento, llevando a su hijo a ver a su club. Este es otro factor que hace al fútbol, un deporte hermoso.

Vivimos en un país en el que prácticamente nos obligan a optar por un club. Inclusive los que más detestan a éste deporte tienen un equipo del que se dicen simpatizantes ante un circunstancial interrogatorio. Pero dentro del gran porcentaje de población que se dice hincha, existe un grupo más reducido que realmente lo es.

Están los que se divierten viendo los partidos por televisión. Están los que se ponen contentos cuando escuchan que su equipo ganó. Y también están los que cada tanto se dan el gusto de ir a ver algún partido a la cancha y de sentirse hinchas por un rato. Pero además de todos ellos, también estamos nosotros: los hinchas. Los que vamos a la cancha a todos lados o simplemente seguimos los partidos pegados a la radio. Los que no sentimos vergüenza al llorar de tristeza en una tribuna y somos capaces de abrazarnos con media popular en cada grito de gol. Los que sufrimos cada partido como si fuera el más importante y nuestro humor semanal se ve directamente influenciado por el resultado del mismo. Los que no podemos disfrutar plenamente cuando juega nuestro equipo y, sin embargo, esperamos ansiosos que llegue el domingo para poder sufrir durante 90 minutos, para poder disfrutar de ese sufrimiento. Nosotros, los hinchas, los que no entendemos lo que es vivir sin el fútbol.

Ser hincha es sinónimo de irracionalidad. La pasión no entiende de razones. Es pura y exclusivamente un modo de sentir. El fútbol es un deporte que practican 22 jugadores adentro de un campo de juego y, al mismo tiempo, cientos de miles afuera del mismo. No tiene lógica pensar que alguien que no está participando activamente del partido, es capaz de sentirse en deuda con su equipo. Sin embargo esto sucede porque, en definitiva, lo que siente el hincha no tiene lógica.

La línea de cal que delimita el terreno de juego es, para un hincha, la misma que divide la felicidad de la tristeza. Resulta imposible expresar con palabras este sentimiento. Hoy me propuse intentar explicarlo y entenderlo de una forma más racional si se quiere. Para que aquellos que no lo comparten se puedan acercar a comprender lo que nos pasa. Y para que los hinchas de fútbol puedan revivir en el repaso de lo que están leyendo, algún momento inolvidable, como tantos que nos regala este hermoso juego.

Pero también para realizar un llamado de atención, porque cuidado: no debemos malinterpretar este sentimiento. Ayer se jugó, en Rosario, el clásico entre Newell’s y Central. Durante el partido, un hincha tiró un cuchillo al campo de juego, con claras intenciones de lastimar al arquero Peratta, cosa que afortunadamente no sucedió. La respuesta fue sólo una amenaza de suspensión por parte del árbitro. Quizá ese hincha sienta un gran amor por su equipo (o no), pero eso no justificaría semejante acto de inconciencia. Estamos acostumbrados a que sucedan estas cosas, no sorprenden, lo que ratifica una vez más la nefasta frase del presidente de la AFA, Julio Grondona: "todo pasa".

Si somos hinchas que queremos seguir viendo jugar a nuestro equipo, no podemos quedarnos de brazos cruzados. Los dirigentes y los responsables de la seguridad, son los que deben hacer algo para resguardar, precisamente, la seguridad de nosotros los espectadores. Y nosotros, los hinchas, tenemos que empezar por condenar el accionar de los violentos. Desde hace aproximadamente un año, no voy a la cancha a ver el clásico San Lorenzo-Huracán, porque la mayoría de los cánticos hacen referencia a un hincha muerto en el pasado, en un enfrentamiento entre las barras. Esta no es la solución, ya que si dejamos de ir a la cancha, en definitiva seguirán ganando ellos. Yo quiero al fútbol y me duele ver que lo están matando. Por eso hoy me propuse reivindicar a los que, desde las gradas, hacen grande a este deporte. A los que sienten apasionadamente, a los que se preocupan, sufren y se emocionan. En definitiva, al verdadero hincha.

Para el cierre quise buscar un sinónimo de la palabra hincha, tantas veces repetida en este artículo, pero no pude encontrar ninguno. No existe otro vocablo que describa fielmente esta forma de sentir. De la misma manera que no existe, desde mi visión, un sentimiento semejante. Por eso prefiero pecar de redundante, pero dejar en claro lo que siento. Como hincha, sueño con un deporte que se viva con la misma pasión que hoy día, pero en paz. Porque es posible un fútbol más sano, en el que a nosotros, los hinchas, nos dejen sufrir tranquilos.

11/11/09

Prohibido opinar diferente

Dos amigos coinciden en una tribuna finalizado un partido de fútbol. Discuten, exponen opiniones desencontradas, charlan acerca de lo acontecido en dicho encuentro. Termina el intercambio de ideas, se suben al mismo auto y vuelven juntos a sus hogares respectivos, sin resquemor alguno. ¿Qué extraño suceso hizo que dos argentinos, luego de una discusión en la que nunca se pusieron de acuerdo, no terminasen peleados? Si a usted le resulta extraña la pregunta que acaba de leer es porque probablemente haya descuidado un término de vital importancia en dicho enunciado: “argentinos”. El objetivo de mi exagerado razonamiento, es hacer hincapié en una característica profundamente arraigada de nuestra sociedad: la intolerancia hacia una opinión disidente.

Discutir, el arte de intercambiar ideas y opiniones, nos obliga a ejercitar la mente. Uno se ve constantemente en la necesidad de argumentar para poder demostrar que lo que está expresando es lo correcto. Es un ejercicio definitivamente enriquecedor. Estoy convencido que muchas ideas y razonamientos surgen de charlas en las que nuestro interlocutor piensa en algún modo distinto a nosotros, lo que nos obliga a analizar y repensar lo que estamos diciendo. Cuando uno quiere hacerse entender y no lo logra, busca por todos los medios posibles, agota todas las opciones hasta sentirse satisfecho, ya sea porque el otro entendió o porque uno hizo todo lo que estaba a su alcance para que eso suceda. Pero cuando actuamos de forma intolerante, estamos bloqueando la capacidad de pensar distinto. Por el sólo hecho de estar en contra de lo que el otro opina, somos capaces de defender argumentos que ni siquiera nos representan. Ser intolerantes es perder la capacidad de escuchar, nos hace menos humanos, nos reduce. Es el autismo de la razón.

Todos tenemos actitudes intolerantes: en la calle, en el trabajo, en nuestra vida cotidiana se nos presentan diversas situaciones en las que dejamos de pensar al otro como par. Esta forma de ser genera violencia, que puede ser física y también verbal. Y produce un desgaste, que puede terminar siendo mentalmente agotador. Uno se vuelve impaciente, tiende a enojarse por cualquier cosa y termina confrontando, casi siempre sin sentido.

Por eso hoy les propongo hacernos cargo, cada uno desde su lugar. Uno tiende a pensar que todos los defectos son de los demás y a olvidarse de que, como ser humano, es también falible. Creo que es necesario ejercitar nuestra paciencia, pero sabiendo que no es una tarea sencilla. Vivimos en una ciudad de Buenos Aires en la que reina el caos, en donde la intolerancia es moneda corriente y se multiplica en cada esquina. Esto nos pone en la obligación de hacer un esfuerzo si queremos que algo cambie.

La vida del político es básicamente confrontar e intercambiar ideas con sus pares. Sin embargo, uno tiene la sensación de que nuestros dirigentes no están dispuestos a aceptar que el otro puede tener razón, inclusive creyendo que es así. Esto hace que sea prácticamente imposible lograr un crecimiento. Es por ello que, sin temor a ser redundante, vuelvo a hacer hincapié en un tema ya fetiche en mis artículos: la educación. Es indispensable enseñarles a los más chicos que es posible convivir en armonía. No sólo importa que aprendan geografía, historia o el teorema de Pitágoras. También es fundamental que nunca dejen de creer en el diálogo, en el intercambio de opiniones, y que aprendan desde pequeños a exponer sus ideas con claridad y compromiso. Sólo así podremos soñar con una clase dirigente que sea capaz de luchar y defender sus ideales con inteligencia e hidalguía.

Vivimos en una sociedad que no acepta convivir con quienes piensan diferente y que muchas veces lo hace sólo desde el prejuicio, ya que nunca se dio un momento para preguntarse por qué el otro piensa lo que piensa. Creo que todos disfrutamos al compartir una mesa con amigos, polemizando sobre los temas más triviales y somos capaces de dejar la vida en cada discusión. Por eso no entiendo cómo es posible que no podamos sentarnos a dialogar e intentar ponernos de acuerdo, acerca de los temas que hacen a nuestro futuro como país y, por ende, a nuestro futuro como habitantes de este suelo. Hoy empiezo por aceptar que muchas veces he pecado de intolerante, logrando generalmente sólo perjudicarme.

Debemos preocuparnos por vivir un poco más despacio, de tomarnos el tiempo necesario para ser más pensantes. En una realidad regida por la ansiedad, que nos envuelve en su espiral vertiginoso y nos lleva a actuar constantemente de forma irracional, es muy sencillo volvernos intolerantes. Actuamos por instinto, más como animales que como seres humanos que somos. Y en definitiva, en esta ecuación, salimos siempre perdiendo.

Intolerancia: Falta de respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.