31/7/10

Recuerdos de una derrota

El fútbol es un deporte que genera pasiones a lo largo y ancho del globo. Hay quienes prefieren disfrutar del espectáculo, cerveza en mano, desde la comodidad del sillón del living. Y también estamos nosotros, los que nos anotamos en la taquilla de cada encuentro, los co-protagonistas de todo partido, los simples espectadores, que no entendemos a este hermoso deporte sin la tribuna.

Este artículo se origina una noche de sábado, en la bellísima ciudad de Cape Town, post eliminación argentina del memorable Mundial de Sudáfrica. La tristeza y el vacío me invaden. Siento una desesperante sensación de final (con mayúsculas), del más triste e indeseado final. Quedarse afuera de una Copa del Mundo es uno de los momentos más difíciles en la vida del futbolero. Vivirlo en la cancha es sencillamente desgarrador. Pienso, revuelvo en el fondo de mi memoria buscando la forma más precisa de contar cómo es este dolor. Inevitablemente las lágrimas empiezan a caer. Con algo de masoquismo quizá, me traslado al instante en que mi ilusión tocó fondo. Acostado en la cama, en un cuarto frío y oscuro de un departamento frente a la costa, me incorporo de repente, agarro lo primero que tengo a mano y escribo lo siguiente: “lo bueno de perder en la cancha”.

Habiendo sufrido una de las derrotas más dura de mi vida futbolística (sólo comparable con lo que me significó quedar afuera en 2002), hoy les puedo asegurar que para mi lo mejor es siempre vivirlo desde adentro. Hay dolores que es necesario experimentarlos en el lapso más corto posible, aunque eso signifique multiplicar ese sentimiento mil veces. Me ha tocado ver perder a la Selección en diferentes ámbitos y circunstancias, casi todas ellas a miles de kilómetros de donde se sucedían los hechos. En todos los casos la agonía tiende a alargarse, todo a nuestro alrededor se tiñe de gris y la tristeza parece ir in crescendo con el paso del tiempo.

Según mi punto de vista, se trata de distintas clases de dolor. Ver los partidos por la tele me hace sentir que estoy en deuda de alguna manera. En esta última oportunidad, me ha tocado vivirlo in situ, ser testigo presencial del capítulo más doloroso. Y la experiencia es completamente diferente, casi que inversamente proporcional en algún sentido. Cuando termino de ver un encuentro en la tribuna me siento satisfecho, con la tranquilidad de que he dado todo lo que estaba a mi alcance. La crudeza del dolor que se vive desde adentro es, desde ya, mucho mayor. La sensación es de un inmenso vacío. Es como si a partir de ese momento fuese imposible seguir sintiendo dolor, o seguir sintiendo nada, como si te arrancaran de adentro la capacidad de sentir.

Con la derrota consumada, lo que viene a continuación es irremediablemente mejor (o menos peor como mínimo). Cuando uno toca fondo ya no puede seguir bajando, por lo que lo inevitable es empezar a subir, muy lentamente. Los minutos posteriores a la eliminación fueron terribles. Sentí que me había quedado sin fuerzas. Cuando el árbitro pitó el final simplemente me hundí en la butaca y así me quedé, inmóvil, por un buen rato. Ya no había vuelta atrás, el resultado más temido se había transformado en la más cruda realidad. Transcurrieron los minutos y mi cabeza empezó a trabajar en el ítem “aceptación”. El grupo de argentinos con el que compartí este viaje parecía haber perdido el espíritu. Todo lo que se escuchaba eran diferentes estrategias y posibilidades, siempre en plan de dejar el país lo antes posible, de regresar a casa. A mi me quedaba todavía un mes, y debo confesarles que también barajé la posibilidad de volverme.

Pero regresando a lo que originó este artículo, el hecho de haber dicho presente comenzó a dejar ver su lado positivo. Con el pasar de las horas pude recomponerme anímicamente y volví a focalizarme en lo que venía. Con la compañía de los que se bancaron quedarse (entendiendo perfectamente a los que eligieron partir) empezamos a organizar lo que quedaba: ya no había que preocuparse por las entradas que faltaban ni que planear el viaje a la siguiente sede. El Mundial era historia y nosotros todavía ahí.

Decidimos abandonar Cape Town y emprender un viaje por la costa. Las horas en la ruta transcurrieron entre música y anécdotas, con los siempre inevitables momentos de angustia por pensar en lo que pudo haber sido y jamás será. Las lágrimas dijeron presente más de una vez, como la prueba de que el dolor seguía y seguirá ahí. Para los que no entienden el fútbol de la misma manera que yo aquí va una pequeña aclaración: nunca dejaré de llorar y angustiarme al recordar ese partido. La ilusión era inmensa y lo que vivió el grupo (del que me enorgullezco en haber formado parte) fue inolvidable. Eso hace que en definitiva el balance sea positivo, nadie nos podrá quitar jamás lo que vivimos en Sudáfrica.

Hoy estoy disfrutando de los últimos momentos del viaje, en menos de 24 horas voy a estar de vuelta en Buenos Aires. Las vivencias acumuladas han dejado marcas indelebles. Mi primer Mundial ha sido maravilloso en muchos sentidos. E incluyo entre las grandes experiencias la de la eliminación contra Alemania. Las lágrimas, la angustia, el dolor, son todas confirmaciones de que estamos vivos. Y a mi el fútbol me hace sentir vivo. Lo que pase durante los 90 minutos de juego puede significar la alegría más grande o la tristeza más profunda. No tengo dudas, estamos hablando del deporte más hermoso del mundo.

21/7/10

Potrero africano

Si no fuera porque tiene arcos, a cualquier turista pasajero se le podría pasar desapercibido. Volviendo de un breve recorrido costero por la hermosa Hout Bay, en el lugar menos pensado, lo descubrí: un potrero. Me fue inevitable estacionar el auto, agarrar la cámara de fotos y arrimarme al costado de la cancha. La escenografía era bien diferente de lo que venía viendo durante la mañana, acá ya no había turistas paseando en bicicleta, sólo unos cuantos hombres con ganas de ver rodar la N° 5 y veintidós protagonistas – la mitad con camiseta amarilla y roja, la otra mitad con camiseta azul –. Haciendo honor a la tradición futbolística del país, todos de raza negra, tanto jugadores como espectadores. Y también estaba yo claro, con mi indisimulable cara de extranjero. No hizo falta más que sacar la cámara para que alguien se acercase, tímidamente, con ganas de saber quien era este intruso sudamericano.



El hombre tendría unos 50 años aproximadamente, estaba vestido con ropa deportiva y le colgaba una bufanda del Manchester United del cuello. Lo primero que me dijo fue que se jugaban dos tiempos de 15 minutos cada uno. Yo pregunté si se trataba de alguna especie de liga local, a lo que respondió que sí y que se jugaba sábados y domingos. Luego indagué sobre la edad de los jugadores (parecían bastante jóvenes en general) y me dijo que tenían entre 16 y 20 años. Seguimos mirando el partido y, mientras tanto, mi oportuno informante me seguía aportando datos: resultó ser que él es el dueño de uno de los equipos (los de amarillo y rojo) y que el chiquitito con el N° 3 en la espalda que juega por la banda derecha es jugador del Ajax Cape Town (equipo de la Primera División local) aparentemente. Ya se estaba disputando el segundo tiempo y los de azul se habían puesto 2-0 arriba en el marcador, por lo que el hombre de la bufanda se sintió en la obligación de aclararme que algunos de sus jugadores no estaban presentes porque debían trabajar.

Con respecto a la calidad del encuentro y las características de sus protagonistas, debo reconocer que el partido fue típicamente africano: jugadores con buena técnica y (muy) escasa disciplina táctica. Desde ya que no puedo pasar por alto el imposible estado del terreno: la cancha no sólo era íntegramente de tierra y sin líneas que la delimiten, sino que además poseía innumerables desniveles con el agregado de un par de charcos de considerable tamaño.

Escribo estas líneas, cerveza de por medio, en la comodidad de la barra de un barcito de la zona de Green Point, con el estadio de Cape Town delante mío y no puedo dejar de recordar el desprolijo potrero que descubrí más temprano. Los que comparten mi amor por este hermoso deporte entenderán muy bien de lo que estoy hablando, no hacen falta imponentes construcciones ni rutilantes figuras para disfrutar de un partido de fútbol. Hace tan sólo unos meses tuve la oportunidad de ver Real Madrid-Barcelona en HD (Alta Definición), lo que fue mi primera experiencia con esta nueva tecnología. Un rato más tarde ese mismo día, estaba sentado frente al televisor observando un encuentro del Torneo Clausura Argentino y debo reconocer que la primera impresión fue un tanto decepcionante, la diferencia en cuanto a calidad de imagen era elocuente. Pero fue cuestión de segundos, los que mi visión necesitó para aclimatarse, y ya me había olvidado de las carencias a nivel imagen y estaba metido de lleno en el juego.

La nación del arcoiris ha demostrado estar a la altura de las circunstancias a nivel organización, lo que es motivo de orgullo para todos sus habitantes. Desde ya que con altas y bajas: no se cumplieron a rajatabla todos los protocolos pero, sin embargo, la alegría y la buena predisposición de los locales hizo de ésta una Copa del Mundo inolvidable. Hoy faltan cuatro años para que las luces se posen sobre la inmensidad de las canchas brasileras. La llama del Mundial está en plena etapa de extinción y la vida en Sudáfrica va recobrando su ritmo cotidiano. Mientras tanto, en ese potrero perdido al costado del camino que conduce a Cape Point (el extremo sudeste del continente), la pelota corre más viva que nunca.

12/7/10

Primer análisis de situación

Habiendo finalizado la Copa del mundo, el grupo de argentinos del que formo parte comienza a desmantelarse definitivamente: hoy partieron rumbo a Mendoza dos integrantes más y en pocos días estaré encarando la etapa final de mi aventura sudafricana en absoluta soledad. Esta mañana, mientras regresaba de pasar un fin de semana en el campo junto a una familia local, aprovechaba el viaje para repasar mentalmente algunas situaciones que me han llamado la atención durante el tiempo que llevo aquí.

Cuando uno pregunta por el nivel de inseguridad existente, las respuestas que recibe son similares a las que podría esbozar cualquier habitante argentino ante la misma pregunta: te pueden matar para robarte 20 Rands (sería el equivalente aproximado a 10 Pesos).

El martes 10 de Mayo de 1994, Nelson Mandela asumió como el primer presidente negro de la historia de Sudáfrica. Hace sólo veinte años que estas tierras dejaron de ser la casa del Apartheid. Es inevitable que, habiendo transcurrido tan poco tiempo, todavía se puedan ver las secuelas de más de cuatro décadas de segregación. Con un 80% de la población de ascendencia negra, el primer impacto es netamente visual, uno debe buscar bastante si pretende encontrar un hombre blanco. Como en (casi) todo, con el pasar de los días te vas acostumbrando y dejas de sentirte un completo extraño por tener un color de piel diferente al de la mayoría.

Hace instantes mencionaba que se pueden palpar aún las secuelas del Apartheid, pues bien, una de ellas se hace muy notoria cuando uno va a comer o a bailar a algún lugar de moda: los/as camareros/as son usualmente de piel blanca – como la mayoría de los que frecuentan estos sitios –, pero los encargados de recoger platos y vasos son siempre de piel negra. Hasta parece que lo hubieran pensado adrede: es como si fuese una sombra la que se encarga de devolverle el orden a tu mesa. Son momentos en los que mis sentimientos adquieren un sabor agridulce: al mismo tiempo que me río y disfruto con amigos, no puedo dejar de ver esa otra realidad que me rodea y que genera – paradójicamente – oscuridad en medio de tanta luz.

Por otro lado, como también hice mención anteriormente, he pasado mi último fin de semana en el campo (uno de los tantos que rodean a la ciudad de Durban con sus extensas plantaciones de caña de azúcar), ya que uno de mis compañeros de viaje conocía desde hace tiempo a una chica de estas tierras que nos invitó a pasar un par de días junto a sus padres, en la casa que ellos habitan en las afueras de esta hermosa ciudad costera. A raíz de ello, hemos tenido la posibilidad de compartir hermosos momentos y de experimentar cómo es la vida hoy día de una auténtica familia sudafricana. Entre las numerosas charlas intercambiando datos acerca de las costumbres, tanto suyas como nuestras, he logrado recavar cierta información respecto de como se siente un habitante de piel blanca en relación al resto de la población. Yo tenía el dato de que era un poco así, pero he podido confirmar – por lo menos para esta familia – que hoy se da una especie de "discriminación al revés": los blancos se sienten excluidos por los negros.

Sin embargo, a pesar de lo negativas que puedan sonar las vivencias que he intentado retratar, logro ver luz al final del túnel. Por un lado está el reconocimiento de un inmenso amor por su país de parte de los blancos al admitir con dolor su sentimiento de exclusión. Y por el otro está la inagotable alegría de la población negra, que te envuelve en cada momento y en cada situación: es de lo más habitual verlos bailar y sonreír, no interesa si están trabajando o paseando en familia.

Según mi modo de ver las cosas, es lógica la situación desde el punto de vista racial y deberá pasar mucho tiempo (y muchas generaciones) para que esta herida cierre: el daño producido por los cuarenta años de Apartheid es, sin duda, demasiado profundo. Por su parte, la pobreza, la falta de educación y, el consiguiente desprecio por la propia vida son los causantes de la (no menos lógica) inseguridad. Y aquí es donde deja de importar por completo el color de piel, al mismo tiempo que se vuelve imperiosa una taxativa respuesta a nivel político.

1/7/10

Cape Town, cuando África se viste de gala

Si te nombran África, es probable que en lo primero que pienses sea en safaris y leones. Si te hablan de Sudáfrica, quizá la primera imagen que se te viene a la cabeza es la figura de Mandela. Hoy los invito a conocer una ciudad distinta. ¿Distinta a qué? Distinta al resto.


En el extremo sudoeste del continente negro se encuentra la hermosa ciudad de Cape Town, un lugar que te enamora desde el minuto cero. Combinando armoniosamente la playa y la montaña, te ofrece un amplio menú de opciones para conocer y recorrer. Pero atención, porque no deja de ser Sudáfrica, por más que por momentos uno pueda olvidarse y llegue a creer que se teletransportó a algún rincón de Europa. Eso significa que la pobreza sigue ahí, a la vuelta de la esquina o en la puerta del hotel. Eso significa que este es un país de contrastes, y que Cape Town no es la excepción.

Hoy, volviendo de un recorrido por la zona de los viñedos, mientras viajábamos por la autopista camino a la costa, retrataba mentalmente cada paisaje y pensaba en que este lugar merece ser contado. Inmediatamente me inundó el interrogante de cómo hacerlo, de cómo poner en palabras una ciudad. Y se me ocurrió una manera, les voy a contar Cape Town a través de momentos.

Me levanto de la cama y en el living del departamento suena una canción de U2, alguien me dice que es cábala y sonará todas las mañanas. Me abrigo, porque a pesar de que no hace frío, es invierno y tampoco está para andar en remera y bermudas. Salgo de mi pieza con ganas de desayunar y veo por la ventana las olas que chocan contra las piedras en la costa mientras el sol en la cara me obliga a fruncir el ceño. Me acerco a la ventana y respiro el aire de mar, no hay nada como el aire de mar.

Me bajo del auto recién estacionado al borde del precipicio, el viento de la montaña me obliga a ponerme la campera. Camino cuesta arriba hasta la base del teleférico que, en minutos, me depositará en la cumbre de Table Mountain. El lugar está lleno de turistas, es difícil precisar cuantos países están representados por, más no sea, un integrante. Ya estoy arriba, los oídos se me tapan por la presión producto de la altura, levanto la vista y puedo ver toda la ciudad: ahí está la playa, la misma que queda cruzando la calle del departamento; ahí está el estadio, el mismo que voy a conocer el sábado; ahí está el puerto, ahí abajo nomás.

Salgo al deck del restaurant de la bodega, adelante mío todo es verde y viñedos. El sol del mediodía me invita a sacarme el sweater mientras disfruto del paisaje. Participo de mi primera degustación, en Sudáfrica y sentado a una mesa repleta de argentinos. Ahora bajo algunos escalones hasta la bodega en sí misma, todo es barricas llenas de vino, y un fuerte olor a madera y uva que te rodea, te embriaga. Un rato más tarde, otra vez al sol, degusto distintos tipos de queso en otra bodega de la zona y así comienza lo que será un suculento almuerzo.

Camino por la costanera y bajo a la playa. Piso la arena blanca con cuidado, como tratando de evitar lo inevitable, que los infinitos granitos se me metan en las zapatillas. Cerca mío, un grupo de argentinos improvisan un picado. Disfruto un rato del sólo hecho de estar en la playa y vuelvo a la costanera. Camino por una calle decorada con palmeras, del lado de enfrente se suceden los bares y/o restaurantes. Me mezclo entre turistas que sacan fotos y locales que les quieren vender a los turistas, la tarde disfruta de sus últimos momentos de sol.


Escribo estas líneas mientras a mis espaldas la luz del día se empieza a despedir. No hace ni frío ni calor, en el departamento reina el silencio, los que están duermen. Me saco las zapatillas para estar más cómodo, pienso en hacerme un mate pero por no dejar de escribir me quedo con las ganas. Me paro, me acerco a la ventana y me quedo mirando el mar unos segundos, se me dibuja una sonrisa. Afuera, mientras tanto, la noche se saluda con el atardecer y hace su presentación triunfal. Todavía es temprano, pero en Sudáfrica el sol ya se está yendo a dormir.